Tres zanahorias, una cebolla, una patata y un poquito de sal. Le encanta
sentir la piel de las zanahorias mientras las pela y aunque a la mayoría
de personas le suele molestar llorar mientras corta una cebolla, ella adora
sentir las lágrimas bañándole los ojos mientras el olor de la cebolla se
le mete hasta el cerebro. Va metiendo las hortalizas en la olla y continúa
cocinando. Se siente realizada, le gusta hacer bien las cosas y no dejar ningún
detalle al azar. Se quita su bonita pulsera de oro para empezar a limpiar el
pescado.
Suena el timbre de la puerta.
¿Quién debe ser ahora? Es demasiado tarde para que sea el cartero y no
espera ninguna visita hoy. Sufriendo por la cena, abre la puerta ansiosa y se
encuentra con un gran conejo rosa que la mira hambriento. Ella, incómoda ante
la extraña situación, lo invita a entrar en casa y a sentarse.
-Enseguida estará lista la cena- le dice sonriente.
Mierda, piensa. No ha comprado comida suficiente para ella y el conejo rosa. Cuando va hacia el salón para preguntarle al repentino invitado qué vino prefiere, vuelve a sonar el timbre. Abre y se encuentra con un abuelo vestido con un buzo. Para evitar hablar demasiado, lo invita a entrar y lo sienta junto al conejo. Mierda, vuelve a pensar, tendré que hacer algún entrante más.
-Enseguida estará lista la cena- le dice sonriente.
Mierda, piensa. No ha comprado comida suficiente para ella y el conejo rosa. Cuando va hacia el salón para preguntarle al repentino invitado qué vino prefiere, vuelve a sonar el timbre. Abre y se encuentra con un abuelo vestido con un buzo. Para evitar hablar demasiado, lo invita a entrar y lo sienta junto al conejo. Mierda, vuelve a pensar, tendré que hacer algún entrante más.
Suena el timbre, otra vez.
Abre rápido, para hacer el momento incómodo más corto. Ahora se trata de
su madre, hace años que no la ve pero tampoco quiere hablar demasiado con ella.
La sienta a la mesa y vuelve a la cocina. Saca su mejor vajilla y pone la mesa
a sus invitados, no invitados, en realidad. Pero da igual, la cena le ha salido
riquísima y no le importa compartirla. Mira a la derecha, el conejo la mira con
mala cara, al centro, su madre parece más joven que antes y, por último,
mira a la izquierda, el viejo tiene las gafas de bucear tan apretadas que teme
que le vayan a explotar los ojos. No puede empezar a comer sin tenerlo todo
bajo control. Sonríe y propone un brindis antes de empezar. Nunca hay que
perder los modales.
-Gracias por estar aquí esta noche y espero que os guste la cena que he
preparado con tanto cariño - dice, sin apartar la vista del plato.
Al levantar la copa para brindar, descubre que el viejo ya ha empezado a
comer y tiene las gafas de buzo empañadas por el calor de la sopa y que el
conejo rosa está mirando lascivamente a su madre, mientras ésta se abre el
primer botón de la camisa para dejar entrever su sujetador de encaje rojo.
Cierra los ojos, suspira y decide que, a partir de ahora, no tendrá timbre.